A ver, ¿a quién no se le ha caído nunca un móvil en el váter? ¡Qué levante la primera mano!
Es una situación muy típica -o a mí me lo parece- el volver a casa aguantando las ganas de hacer pis, llegar al ascensor cruzando bien las piernas -y rezando para no toparte con algún vecino que te vea hacer contorsiones-, y cuando por fin llegas a tu piso, abrir la puerta corriendo, lanzar tu abrigo y bolso al suelo y meterte corriendo en el baño mientras te vas bajando los pantalones. Y cuando por fin te estás sentando en el váter, ¡algo hace chof al caer en el agua de este! Si tienes suficientes reflejos, sigues aguantando el pis, te giras y metes la mano rápidamente en busca del... ¡oh, cielos, el móvil!, a ver si no le entró suficiente agua. En este punto, ¡puede salvarse! Dicen que hundirlo en una montaña de arroz puede ser una buena idea, o darle suaves golpes de calor con un secador, es otra de las acciones que puede rescatar el móvil del cementerio de teléfonos.
La putada viene cuando nuestros reflejos no están a la altura: la agüita amarilla que diría Pablo Carbonell corre por su anchas, empapando nuestro nexo con el mundo con un ácido de lo más corrosivo. Podemos también intentar rescatarlo, claro, pero nos resultará mucho más desagradable limpiarlo.
En fin, tras este preámbulo, no fue esto lo que me sucedió el pasado fin de semana. Volví a casa haciendo poses raras, sí; en el ascensor hice los ejercicios de rigor, y no, no llevaba el móvil en el bolsillo del tejano (más que nada porque no llevaba vaqueros). Pero, de golpe y porrazo, el móvil empezó a sonar. A mis posturas de contorsionista se sumó una búsqueda frenética del aparato por los recovecos de mi bolso. Un amigo llamaba en un momento inoportuno, y con el teléfono en la oreja, las manos buscando las llaves y las piernas cruzadas a la vez que iba andando a duras penas, llegué a la puerta de mi casa, la franqueé, lance todos mi bártulos al aire (menos el teléfono pues seguía teniendo una conversación como si tal cosa) y llegué al baño, donde rápidamente con una mano me baje medias y braguitas y ¡al fin! me senté con gran placer en el váter. Antes de finalizar mis necesidades, colgué el teléfono y lo deposité en una estantería del baño, donde quedó hasta el día siguiente.
Ring, ring, ring... Sonó la mañana del domingo. ¿Dónde estará?, me dije. Y fui siguiendo el sonido del timbre que, abruptamente, acabó con un sonoro chof. Con el móvil en la estantería del baño, la llamada puso en marcha el vibrador, y el vibrador propició que el móvil se moviera, y el movimiento...
Por cierto, me gustaría mucho saber quién me llamó el domingo.
Por cierto, me gustaría mucho saber quién me llamó el domingo.