©Mar Sumasi
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Hace poco, un famoso cocinero me hablaba acerca de los
planes que tenía de recuperar los sabores de antaño. No tanto con el producto,
que eso escapa a sus competencias más allá de la elección que de este pueda
hacer, sino con el modo de elaborar los platos. Esta conversación,
irremediablemente, me trajo a la memoria a mi querida abuela. No sé si el
cocinero lo notó, quizás sí, pero a mí,
en escasos segundos, se me llenaron los ojos de lágrimas. Un cambio brusco en
la conversación –introducido por mi parte- me evitó males mayores, o por lo
menos la angustiante situación de verme débil y expuesta ante la mirada ajena.
Mi abuela Rosa, de origen gallego, pasó la mayor parte de
su vida en la llamada Suiza de América –por lo menos en muchos de los años en
los que ella allí residió- por lo que vio enriquecida su vena culinaria no solo
por las enseñanzas gastronómicas familiares, también por un entorno de
procedencia italiana que imprimió cierto carácter mediterráneo a su cocina.
Mi abuela, cuando tenía tiempo y ganas, fabricaba la pasta. Nada de comprar
paquetes de pasta al huevo de sémola dura; ni corta ni perezosa, desde bien
temprano, se dedicaba algunos domingos a preparar el relleno (mi preferido fue
siempre de espinacas), a amasar la harina, a extenderla y rellenarla, y a
cortar los cuadraditos destinados a convertirse en ravioli. Pero lo que mejor le salía era el tuco (una salsa similar
al ragú con la diferencia que en la primera la carne se cocina entera, de una
pieza, y no se deja deshilachar), con un sabor fuerte, intenso, contundente.
¿Qué decir de los canelones? Muy distintos de los
italianos o catalanes (aunque el origen es de nuestro vecino mediterráneo, en
Catalunya son típicos debido al intercambio comercial que hubo durante siglos
con el sur de Italia), los canelones de mi abuela (y de muchas abuelas del Cono
Sur) se elaboran con filloas, se rellenan con verdura (espinacas o acelgas) o
maíz, se cubren con delicioso tuco, se espolvorean con queso rallado, y se
gratinan en el horno. ¡Qué maravilla de mestizaje! Desgranando orígenes, se
mezclan, por lo menos, tres países e innumerables regiones. El día que mi
abuela hacía canelones era una fiesta, un festín gastronómico.
Siendo más joven, cada vez que visitaba Madrid, mucho
antes de establecerme aquí, no paraba de oír hablar de los huevos de Lucio.
Hasta que un día, unos generosos amigos en una de mis visitas relámpago me
invitaron a probarlos. ¡Qué increíble decepción! No pude más que pensar en un
plato sencillo que hacía mi abuela, por entonces aún en este mundo, de similares características pero con dos
ingredientes añadidos que le daban un diez al plato: pimiento rojo y tomate en
rodajas. Claro que el plato no admitía comparación: la fritura de las patatas
de mi abuela, doradas por fuera y
blanditas por dentro, con aceite sin quemar, elevaba el plato por encima de
cualquier otro que admitiera alguna similitud. Huelga decir que, en mi
siguiente visita a mi abuela, le pedí que me hiciera el plato, que pensándolo
bien, no tenía ningún nombre.
Exagerando un poco, gracias a mi abuela no caí víctima de
escorbuto (mi madre, su hija, huía de la verdura fresca como si de un alien se
tratara y evitaba dar a sus hijos tamaña aberración). Mi querida abuela
preservó mi gusto natural por las verduras, incentivándolo si cabe.
Los últimos veintisiete años de su vida, mi abuela los
pasó en Barcelona. Allí pronto adoptó como suyos algunos platos de la cocina
catalana como la escalibada. Parece una tontería, pero ninguna escalibada, un
plato fácil a base de hortalizas asadas, me sabe como la que ella hacía. No sé,
le encontraría el punto justo de cocción a las verduras.
La recuperación de los sabores de la que me hablaba el
cocinero es una idea atractiva, claro, pero a mí me parece imposible, quizás
solo pueden lograrse ciertas remembranzas. Los sabores de mi abuela, mal que me
pese, los dejé ya atrás, aunque por suerte, no en la infancia, su cocina me
acompañó muchos años más. ¡Cómo me gustaría volver a sentir en la boca, en las
papilas gustativas, el gusto de sus platos! Pero por más que intentara cocinar
como ella (y no oso hacerlo), su sabor siempre sería diferente. Incluso sus
estropicios –que los hacía- , seguro que soy incapaz de emularlos.
Este escrito fue publicado en el número 1 de En Crudo, cuyo numero 2 ya circula por ahí...
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