Uno de estos fines de semana, de insidiosa canícula, me dediqué, como muchas veces, al hedonismo bien entendido. A través del gusto, el olfato y la vista, ingerí miel para los sentidos. Un Rueda que no sabe a verdejo (el productor busca justo lo contrario, pero así es la vida, el placer para unos es el disgusto para otros) refrescó mi paladar, obnubiló mis papilas gustativas y me adormeció como si Morfeo me quisiera presta para la siesta. De nombre Eresma, me hizo sentir cual Omar Kayyan escribiendo sus Rubaiyat, y me reconcilió (un poquito, tan solo un poquito) con la D.O. Rueda que tanto ingnoraba.
El placer infinito vino, no obstante, con el alimento. Llevo años jactándome de no haber probado carne mejor que la degustada en un restaurante de Nueva Orleans allá por el año 92 del pasado siglo. Hasta el otro día. ¿Quién me diría a mí que la iba a probar de una ganadería de Madrid? Bajo el nombre La Finca de Jiménez Barbero, tres hermanos producen una carne de excelentes cualidades y excelso sabor. Bueyes (sí, bueyes) criados en la sierra Oeste de Madrid a base de maíz, cebada, soja y trigo son un bocado exquisito para el paladar carnívoro. Ni corta ni perezosa me tomé un chuletón de buey cocinado en la maravillosa barbacoa eléctrica que hace unos años me regalaron mis padres. Aderezado con la fantástica flor de sal del Cabo de Gata, ¡imposible imaginar tan delicioso ágape hasta probarlo!
Gracias, Cristina y Rosalía, por los momentos de placer dados.
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